lunes, 25 de noviembre de 2013

Narraciones bonsai

Por Yael Tejero

Los campos magnéticos
Luciano Lamberti
China Editora
48 páginas

Si Fabián Casas escribió sus Ensayos bonsai, es legítimo decir que Lamberti también ha llevado lo efímero a la novela. Los campos magnéticos, originalmente publicada en papel por Sofía Cartonera de Córdoba, fue reeditada en formato digital. Sus historias son tan contundentes y simples como su discurso. 



¿Existe aún el género de la nouvelle? ¿O es tan sólo una tendencia simplificadora de los géneros narrativos que persiste en la enseñanza escolar, en los talleres literarios? La pregunta se impone ante la lectura de Los campos magnéticos, la primera novela de Luciano Lamberti, digital, gratuita y de libre circulación. 
En esta historia se entrelazan dos parejas: Sofía y Fernando; Marcelo y Agustina. Sofía coincide con Marcelo en el consultorio de su psiquiatra. Fernando y Marcelo comparten tiempo en natación y algunas anécdotas universitarias del ambiente de Gaspar, un militante de izquierda pequeñoburgués. Completan el reparto una hippie sin nombre que se va de viaje, la doctora Barale y algunos personajes secundarios. La medicación compulsiva, la depresión, el pánico, la militancia, las drogas y las relaciones, son algunos ejes de los conflictos. 
Por sus temas, su forma y su soporte, el género discursivo en el que se inscribe esta obra es un objeto de mutación. Si bien la novela fue primero publicada en papel, la experiencia contemporánea de lo virtual está presente. Quizás no aparece tematizada, pero sí transpolada a la forma de la narración: la escritura y la lectura veloces de la entrada de blog y el avance a partir de hipervínculos que se desplazan de una ventana a otra, suponen cambios de paradigma en la construcción narrativa. En Los campos magnéticos se encarnan algunos de esos cambios. Su formato no está exento de significación: la brevedad de los capítulos, la alineación a la izquierda del párrafo, los nuevos usos de signos de puntuación propios del chat y la fonética castellana (“restorán”, “sicólogo”) para acelerar la comunicación, son algunas de sus características más relevantes. 
En una entrevista al autor, publicada en Revista Tónica, Pablo Scoufalos habla de una economía de recursos en la escritura de esta novela. No sería justo decir “austeridad”, puesto que esa economía está basada en la apropiación de los “errores” como sustrato de sentido. Las repeticiones deliberadas crean la impresión de una prosa poco cuidada que bien podría ser la de cualquier usuario de la Web. En un reportaje realizado para el suplemento Ñ, Lamberti dice querer escribir para ser comprendido por alguien de quince años. El escritor es docente. Y en esa línea puede leerse esta novela: una apuesta a una lectura aficionada, sin pretensiones ni subestimación. Por el contrario, la obra presenta el desafiante enigma del minimalismo, que nos provoca y nos impele a instituir el sentido. ¿Por qué se dice que los personajes sienten ir hacia un vacío? ¿Acaso sufre el lector esa paulatina atrofia del relato que a nada conduce? 
La referencia al mundo académico no se hace esperar. Cuando los personajes publican una revista, aparecen en escena los clichés del mundo intelectual sin riesgo de un tratamiento viciado de lugares comunes. La operación que consagrara a Pola Oloxairac con Las teorías salvajes, donde se exacerba el tono paródico del folklore intelectual y universitario de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, no es la opción elegida por Lamberti. Por el contrario, el autor dedica uno de sus breves capítulos al mundo de la Facultad de Humanidades de Córdoba. Con este gesto, depone la centralidad porteña, recrea ficcionalmente el ambiente de las revistas autogestivas y las pretensiones izquierdistas de sus mentores. Sabe trastocar el realismo de ese mundo en un tono sutilmente jocoso sin por eso convertir su relato en una trama ininteligible. Para Juan Terranova, en El asesino de chanchos (también de Lamberti), la clase baja genera una fisura abrasiva, se vuelve bizarra o freak y conduce al expresionismo. Es ahí donde ve el quiebre de la estética realista. En este caso, el hiato se produce en la clase media, a través de los destellos desopilantes en los que incurren los personajes. Pero son sólo eso: chispazos donde la lectura que había pactado con lo verosímil se topa con un dato “poco serio”. Y nada se estremece ante los fulgores de incoherencia de la trama. ¿Por qué entonces Scoufalos señalará en la novela una verosimilitud aplastante? Este interrogante en torno a la interpretación de Los campos magnéticos nos deja algunas preguntas más amplias: ¿por qué la concisión per se sería sinónimo de hiperrealismo? ¿Acaso por mimetismo con lo coloquial y lo prosaico?
¿Qué son los campos magnéticos? Para Einstein –según el científico que vivía con la hippie–, son las fuerzas fundamentales de la física. Al lado suyo, las otras fuerzas son caóticas y poco predecibles. Así es la narración de la novela. El lector nunca sabe a dónde se dirige ese relato que enlaza personajes y anécdotas y los coloca en una misma jerarquía. Lo único certero son los efectos de ese magnetismo que Sofía dice sentir cada vez que aparece el hueco en el que se siente caer: “Era como un remolino que a veces la trajera hacia la oscuridad. Sofía caía en él sin alcanzar jamás el fondo, y la sensación era aterradora, como si dejara de tener control sobre su propio cuerpo.” ¿Magnetismo, ataque de pánico o depresión? El título es la metáfora más fértil de la obra. La contradicción de Sofía es tener la certeza de un síntoma crónico de incertidumbre. Hacia allá vamos los lectores. 

lunes, 4 de noviembre de 2013

La edición de los recuerdos

En su primera novela, Lo que no aprendí, la colombiana Margarita García Robayo propone una historia autorreferencial vinculada a su pasado en familia y a su presente como escritora.

Por Teresita Garabana



En el imaginario de las clases medias, la niñez es la etapa más feliz en la vida de las personas. Sonriente y despreocupado, el niño ideal suele representarse como un ser inocente, rodeado de protección familiar, carente de responsabilidades; tranquilo en ese potencial que espera aún ser liberado.

Con un bagaje de tres libros de cuentos y una nouvelle publicados, la joven Margarita García Robayo (Cartagena, 1980) viene esta vez a cuestionar ciertos tabúes que existen respecto de la infancia, e intenta desmentir algunos de sus clichés.

La primera parte de la novela se desarrolla durante unas vacaciones de verano en la morada familiar, cercana a Cartagena de Indias. Sin playa, sin pileta y sin amigos de su edad, Catalina, la protagonista de once años, da vueltas por la casa oyendo conversaciones ajenas, espiando a su madre, interrogando a sus hermanas mayores e intentando descifrar a su extraño padre.

Solitaria e incomprendida, combate el aburrimiento pasando horas fuera de su hogar sin que a nadie parezca preocuparle demasiado. Así es como encuentra la compañía de Aníbal, el hippie adolescente hijo de su vecino, con quien la niña comienza a pasar tiempo en una construcción abandonada. Así  construye algo muy parecido a una primera relación amorosa.

Sin llegar a meterse con el realismo mágico, hay elementos que se vinculan con una tradición latinoamericana que toca lo inexplicable, la brujería y las ciencias ocultas. En este sentido, basta recordar a Clara, la pequeña vidente de La casa de los espíritus, quien, como el padre de Catalina, convoca en el hogar a visitantes que hacen fila bajo el sol, esperando vaya uno a saber qué clase de respuestas milagrosas.

Hay algo en el ambiente generado por García Robayo que se asemeja a aquel creado magistralmente por Lucrecia Martel en La Ciénaga. El calor, la abulia, la opresión, la madre que insulta a todos sin motivos o las hermanas que se pasan el día en traje de baño yaciendo bajo un ventilador, recuerdan a aquellos retratos de clase media venida a menos. ‘’A mi mamá le daba culpa porque en las vacaciones no nos llevaban a ninguna parte. Nos pasábamos dos meses encerrados en la casa, chupando calor y mirándonos las caras largas’’.

Los diálogos precisos, secos, a veces violentos como latigazos, constituyen otro acierto. Las voces de los distintos personajes tocan temas diversos como la situación política, el narcotráfico, las vacaciones en Estados Unidos, junto a romances adolescentes o costumbres del servicio doméstico, que funcionan como catalizadores del crecimiento de la protagonista. La manera en que las distintas capas de sentido se van imbricando y mezclan lo más superficial con lo más profundo, dan como resultado un texto que resulta a la vez denso en contenido y ágil a la hora de leer.

En la segunda parte de la novela, la narradora ya no es Catalina sino la propia Margarita, y no recuerda sus once años sino un momento muy posterior, en el que un suceso traumático la hace regresar temporariamente a la casa familiar. Aquí, el texto se despliega de una nueva manera, proponiendo dos niveles simultáneos de autorreferencialidad.

En primer lugar, a la propia infancia de quien narra. Desde este punto de vista, es notable la sinceridad con la que se reflexiona sobre el pasado y sus múltiples voces y aristas. Esta ‘’edición de los recuerdos’’ a la que se refiere García Robayo en una nota de Milena Heinrich es, como ella misma dice, arbitraria, y tiene como finalidad la reconstrucción de una versión personal basada en una memoria que no es objetiva sino que, además, se va modificando con el paso del tiempo.

En segundo lugar, lo autorreferencial traspasa lo autobiográfico, cuando la narradora consigue enlazar la historia que está contando con el modo y las circunstancias en las que fue escrita. Dentro de este interesante juego que la autora propone, ficción y no ficción se superponen para revelar al lector algunos de los secretos del proceso creativo. De esta manera, se cuenta la vida de una niña que se transforma en mujer, y también la historia posible de una escritora que se atreve a cerrar cuestiones de su pasado, o reabrir las fuentes del metalenguaje, de la única manera en que pueden reelaborarse: escribiendo.