En su primera novela, Lo que no aprendí, la colombiana Margarita García Robayo
propone una historia autorreferencial vinculada a su pasado en familia y a su
presente como escritora.
Por
Teresita Garabana
En el imaginario de las
clases medias, la niñez es la etapa más feliz en la vida de las personas.
Sonriente y despreocupado, el niño ideal suele representarse como un ser
inocente, rodeado de protección familiar, carente de responsabilidades;
tranquilo en ese potencial que espera aún ser liberado.
Con un bagaje de tres libros
de cuentos y una nouvelle publicados, la joven
Margarita García Robayo (Cartagena,
1980) viene esta vez a cuestionar ciertos tabúes que existen respecto de la
infancia, e intenta desmentir algunos de sus clichés.
La primera parte de la novela
se desarrolla durante unas vacaciones de verano en la morada familiar, cercana
a Cartagena de Indias. Sin playa, sin
pileta y sin amigos de su edad, Catalina, la protagonista de once años, da
vueltas por la casa oyendo conversaciones
ajenas, espiando a su madre, interrogando a sus hermanas mayores e intentando
descifrar a su extraño padre.
Solitaria e incomprendida,
combate el aburrimiento pasando horas fuera de su hogar sin que a nadie parezca
preocuparle demasiado. Así es como encuentra la compañía de Aníbal, el hippie
adolescente hijo de su vecino, con quien la niña comienza a pasar tiempo en una
construcción abandonada. Así construye
algo muy parecido a una primera relación amorosa.
Sin llegar a meterse con el
realismo mágico, hay elementos que se vinculan con una tradición
latinoamericana que toca lo inexplicable, la brujería y las ciencias ocultas.
En este sentido, basta recordar a Clara, la pequeña vidente de La casa de los espíritus, quien, como el padre de Catalina,
convoca en el hogar a visitantes que hacen fila bajo el sol, esperando vaya uno
a saber qué clase de respuestas milagrosas.
Hay algo en el ambiente
generado por García Robayo que se asemeja a aquel creado magistralmente por
Lucrecia Martel en La Ciénaga. El
calor, la abulia, la opresión, la madre que insulta a todos sin motivos o las
hermanas que se pasan el día en traje de baño yaciendo bajo un ventilador,
recuerdan a aquellos retratos de clase media venida a menos. ‘’A mi mamá le daba culpa porque en las vacaciones no nos llevaban a
ninguna parte. Nos pasábamos dos meses encerrados en la casa, chupando calor y
mirándonos las caras largas’’.
Los diálogos precisos, secos,
a veces violentos como latigazos, constituyen otro acierto. Las voces de los
distintos personajes tocan temas diversos como la situación política, el
narcotráfico, las vacaciones en Estados Unidos, junto a romances adolescentes o
costumbres del servicio doméstico, que funcionan como catalizadores del
crecimiento de la protagonista. La manera en que las distintas capas de sentido
se van imbricando y mezclan lo más superficial con lo más profundo, dan como
resultado un texto que resulta a la vez denso en contenido y ágil a la hora de
leer.
En la segunda parte de la
novela, la narradora ya no es Catalina sino la propia Margarita, y no recuerda
sus once años sino un momento muy posterior, en el que un suceso traumático la
hace regresar temporariamente a la casa familiar. Aquí, el texto se despliega
de una nueva manera, proponiendo dos niveles simultáneos de
autorreferencialidad.
En primer lugar, a la propia
infancia de quien narra. Desde este punto de vista, es notable la sinceridad
con la que se reflexiona sobre el pasado y sus múltiples voces y aristas. Esta
‘’edición de los recuerdos’’ a la que se refiere García Robayo en una nota de
Milena Heinrich es, como ella misma dice, arbitraria, y tiene como finalidad la
reconstrucción de una versión personal basada en una memoria que no es objetiva
sino que, además, se va modificando con el paso del tiempo.
En segundo lugar, lo
autorreferencial traspasa lo autobiográfico, cuando la narradora consigue
enlazar la historia que está contando con el modo y las circunstancias en las
que fue escrita. Dentro de este interesante juego que la autora propone, ficción
y no ficción se superponen para revelar al lector algunos de los secretos del
proceso creativo. De esta manera, se cuenta la vida de una niña que se
transforma en mujer, y también la historia posible de una escritora que se
atreve a cerrar cuestiones de su pasado, o reabrir las fuentes del
metalenguaje, de la única manera en que pueden reelaborarse: escribiendo.
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