Notas sobre el silencio
pos-atómico
En Cuaderno de Pripyat, el poeta y
novelista Carlos Ríos se adentra –en clave bitácora- en la triste e hipnótica
belleza de un mundo en desintegración.
Cuaderno de Pripyat
Novela
Por Carlos Ríos
95 páginas
Editorial
Entropía
$52
Por Mariana Zalazar
“Nadie brinda por lo que tiene, eso
quedo atrás”, escribe Carlos Ríos en Cuaderno
de Pripyat, su última novela publicada recientemente por Editorial Entropía.
Un lugar a espaldas de quien narra, un topos
ya inaccesible, un tiempo rehén de la irreversibilidad. Los apuntes de una
ciudad amortajada por la radioactividad, cuyo fantasma vaga frente a los ojos
del provisorio Malofienko, el protagonista embarcado en la búsqueda de un
imposible: la resurrección de una identidad mutilada por el dióxido de uranio y
el sobrecalentamiento de un reactor nuclear.
Mucho se ha dicho – también escrito
y filmado- sobre los corolarios de Chernobyl desde aquel funesto veintiséis de
abril de 1986. Pero, así como los numerosos saqueos transformaron las
habitaciones del relato de Ríos en espacios simbólicos excluidos, las incesantes
producciones literarias y cinematográficas sobre la mutación y el horror acabaron
por dotar a la narrativa del desastre de una peligrosa cuota de vacuidad. Del
extremo de la resistencia, nombres tales como el escritor español Javier
Sebastián Luengo –quien publicó el año pasado El ciclista de Chernóbil-, el ensayista ucraniano Yuri
Andrujovitsch y autores del otro lado del océano como Juan José Saer (estos
últimos dos citados por Ríos en Cuaderno),
ofician de buenas compañías para una prosa que no pretende hablar de
transformaciones genómicas, sino de la ambigüedad de los olvidos y ausencias que
pueblan el silencio pos-atómico.
A pesar de ser oriundo de Santa
Teresita, Ríos describe los paisajes devastados de la zona de alienación con
una inquietante cercanía. El mismo ejercicio que ya había practicado en su
primera novela, Manigua (2009), en cuyas
líneas –escritas durante sus años de residencia en Puebla, México- transita la
africanidad de una muerte anunciada en clave swahili. El núcleo primitivo del
hombre, la animalidad, la degradación del presente, la paranoia de la memoria, la
tensión de los lazos familiares y la reevaluación del peso de la existencia son
elementos que sustentan la estructura emotiva de ambos trabajos, donde los personajes
-según el propio autor- “todo el tiempo tienen que ir negociando su vida en un
mundo de restos”, de identidades agonizantes. Algo así como el intento infructuoso
al cual hace referencia la citada Clarice Lispector, esa tentativa por
franquear el umbral del óbito y dar el primer paso en la desaparición de, ni
más ni menos, la propia persona.
Esta segunda incursión de Ríos en la
novelística no sólo representa la continuidad de una tesis fundamental de corte
antropo-filosófico, sino también la profundización de un exquisito puntillismo
poético en la construcción de su prosa. No es sorpresa que haya dado sus
primeros pasos como escritor en el universo de la métrica. Media romana (2001), La salud
de W.R. (2005) y La recepción de una
forma (2006) son algunos de los poemarios que le valieron numerosos premios
en su país así como en las tierras de Amado Nervo. Tanto Cuaderno de Pripyat como su antecesor se valen de la fragmentación
en capítulos de un modo inhabitual, lejano a la cronología y más próximo a un
intento por encerrar bajo cada título una postal autónoma, con valor
estético-expresivo propio. Como las hojas de un diario o de una bitácora, donde
los registros se contradicen, se superponen, se alimentan desde la falta de una
linealidad inequívoca. “El montaje de referencias lo entiendo un poco como un
trabajo de composición. Siempre pienso en esa idea de un texto como un imán que
atrae elementos diferentes. Cuanto más salvaje sea esa intrusión, en el sentido
de que lo que llegue mine, genere inestabilidad, incertidumbre, incertezas,
mejor”, afirma Ríos en una entrevista publicada en el diario Perfil, amante confeso
de una sintaxis de costuras visibles.
Malofienko se adentra en el
horizonte contaminado de Pripyat signado por una infancia en fuga y por una
adultez acosada por el reproche de una amante que le asegura que no hay nada que
le pertenezca en aquel lugar. La radioactividad le deja, como falso consuelo,
un caballo degollado y un montículo de collages alusivos que actúan como
memoria extracorpórea. La quema de muebles, la falta de medicamentos, los escombros,
la desolación. Pensar que a principios del siglo XX la vedette Löie Fuller se
atrevía a preguntarle a Marie Curie si el extraordinario radio que había logrado
aislar no podía servir para iluminar los vestidos de gala que lucía en el
Follies-Bergére. Es que para ella, claro, los brindis aún no habían quedado detrás.
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